La vieja pregunta que nos mortifica desde hace más de un siglo, cuando Rodó escribía su Ariel, permanece dolorosamente inmutable: por qué el norte anglo sajón del Nuevo Continente ha logrado unos niveles de desarrollo, prosperidad y estabilidad infinitamente más notables que los que hemos alcanzado en el sur colonizado por españoles y portugueses. Una vez formulada la cuestión, vienen las múltiples explicaciones, unas acertadas, otras disparatadas, o falsas o incompletas, pero casi siempre dotadas de argumentos apasionados o racionalmente persuasivos: la tradición cultural e histórica, el peso, en algunas zonas, de enormes poblaciones no asimiladas del todo, la mentalidad social, la falta de sensibilidad de la clase pudiente, la corrupción de los gobernantes, la explotación nacional y foránea, el fracaso de las elites, la violencia ciega de la izquierda, la debilidad de las instituciones y un largo etcétera más o menos coherente. Hechos los diagnósticos, de acuerdo con la tendencia de quien lo establezca, vienen los recetarios: los comunistas aseguran que la dicta