PÉREZ GALDOS, B. - EL GRANDE ORIENTEDeja el trabajo, dimitte laborem, y cierra el puesto, que tiempo hay de mover el paño. Día llegará en que la patria más necesite de bayonetas que de agujas. Si no tuviera que co- piar esos pliegos, también husmearía un poco. Ponte el uniforme, hijo, que en estos sucesos públicos bueno es que cada cual se presente con los arreos de su jerarquía. Los uniformes dan respetabilidad. Procura que la muchedumbre no se desborde; amonéstala, que al verte ella respetará la gloriosa institución á que perteneces. No grites, no vociferes, que eso no es pro- pio de quien representa la autoridad, la fuerza pública y la soberanía armada. Consérvate sereno en medio del tumulto, y si tocan á formar y hay lucha con los guardias y demás cohortes del absolutismo, despliega, querido hijo, todo el valor de tu pecho, todo el brío de tu raza, y sé cual indomable león, que no conoce riesgo y hace estremecer al cobarde lobo sólo con el rugido de su cólera. El joven sastre, mientras esto decía su vene- rable padre, vestíase á toda prisa en el mismo portal que era albergue de la sastrería. En el momento de abandonar la tienda para mezclar- se al popular tumulto, un hombre llegó á la puerta y se detuvo en ella, saludando cariñosa- mente al Sr. Sarmiento. -Hola, hola... Sr. Monsalud-dijo éste. -¿Tan pronto de vuelta? ¿No va usted á Palacio? Dicen que habrá tocata de trágalas, y sinfonía de mueras y vivas. -¿Ha salido mi madre? -preguntó el joven &in hacer caso de las observaciones de su amigo. 14 B. PÉREZ G ALDOS -No he visto salir á la señora Doña Fermina -replicó Sarmiento. -Debe de estar arriba, acompañando á Doña Sólita y al Taciturno. -Subiré á decirle que no salga esta tarde, -Aguarde usted, D. Salvador. Si no va us- ted más que á eso, le mandaré un recado con Lucas. Quédese usted aquí. Vámonos á la es- quina á ver pasar la gente y hablaremos un rato. ¿Qué me dice usted de estas cosas? -¿Pero no tiene usted escuela? -He soltado al infantil rebaño. Si no lo hi- ciera me alborotaría la escuela, y mis lecciones se perderían en la algazara como semilla que se arroja al viento. Es preciso transigir un poco con la inquietud bulliciosa y la precocidad pa- triótica de estos chiquillos que han de ser ciu- dadanos. De esta manera les voy educando sin tiranías, y mansamente les inculco sus deberes, y les preparo para que ejerzan la soberanía en los venideros años venturosos, en los cuales nuestra Nación se ha de empingorotar por en- cima de todas las naciones. El amigo y vecino de nuestro excelente Don Patricio sonrió. -No crea usted-continuó el maestro, -que imitaré la conducta de ese pedante insoporta- ble, émulo y antagonista mío, el maestro Naranjo, de la calle de las Veneras, el cual, cada vez que hay bullanga, revista de milicianos, otra cualquier función vistosa, encierra á los chicos y no les permite ver, ni que regocijen sus tiernas almas con las emociones de Ta cosa pública. Pero bien sabe usted que Naranjo es un poco y uu mucho servilón, hombre forrado EL GRANDE ORIENTE 15 en obscurantismo y encuadernado en intoleran- cia, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esen- cia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. ¿Qué ha de hacer con los pobres chicos un hombre de estas cualida- des? Tiranizarles, ennegrecer su espíritu, imbuirles ideas despóticas, educarles en el despre- cio de la Constitución y en el amor al servilis- mo. jDesgraciada Nación la nuestra, si preva- lecieran en ella los alumnos de Naranjol Vea usted, Sr. D. Salvador, una cosa de que el Mi- nisterio debiera ocuparse sin levantar mano: extirpar esas infames cátedras, suprimiendo to- dos los maestros de escuela que con su conduc- ta están sembrándola cizaña del servilismo, pa- ra que en lo venidero estorbe y ahogue la frondosa planta de la Constitución. -Sí, es preciso poner mano en eso-respon- dió distraídamente Monsalud.-Me parece que ya no pasa tanta gente. -Si no tuviera que barrer la escuela y co- piar unos pliegos, Sr. D. Salvador, nos iríamos usted y yo á meter nuestro hocico en la plaza de Palacio y oir algo de la rechifla... pero ¡cómo ha de serl... primero es la obligación que la devoción. Diciendo esto, D. Patricio entró en el aula, y tomando la escoba que detrás de la puerta es- taba, empezó su tarea. -Si usted me lo permite-dijo Salvador si- guiéndole también adentro,-escribiré una car- ta aquí, en la mesa de usted. -Gran honor es para mí... Aquí tiene usted 16 B. PÉREZ GALDOS la pluma que he cortado hace poco; aquí la tin- ta; aquí el papel. Me callaré para que usted pueda escribir tranquilo... Pues como iba diciendo, yo me alegro de que á Su Majestad, de quien siempre hablaré con mucho respeto, le den estas lecciones de constitucionalismo. Los Reyes, amigo mío, no aprenden de otra manera. Les dice uno las cosas, y nada; se las repite, se las vuelve á repetir, y ni por esas: es preciso gritar y manotear para que fijen la atención... ¡Ah!... ¡perdone usted! estoy levantando mucho polvo. Regaré un poquito.