Los relatos de los primeros viajeros españoles y las reliquias precortesianas, frescos, estatuillas y alfarería, indudablemente anteriores a la era cristiana, nos revelan que el culto de los hongos sagrados de Méjico se remonta a un pasado lejano. Ya a partir del siglo XVI, algunos frailes españoles nos facilitan los primeros indicios, aunque en extremo fragmentarios, sobre el uso que las tribus de los indios de Méjico meridional hacían de hongos, a cuyos singulares efectos recurrían los agoreros en el curso de ceremonias rituales. Fray Bernardino de Sahagún, Francisco Hernández, y Jacinto de la Serna hicieron constar el efecto narcótico y embriagador que producía la ingestión del teonanacatl, «carne de Dios», y las extrañas alucinaciones, los sueños multicolores, acompañados a veces de visiones demoníacas, de accesos de hilaridad, de excitación erótica, o por el contrario, las fases de sopor, incluso de bienestar que producía la ingestión de estos agáricos, en fin, el partido que sacaban de dicho estado, durante los ágapes celebrados en la vida comunitaria, los sanadores o curanderos, preparados entonces para revelar el porvenir a los comensales y a las víctimas que acudían para consultarle el lugar donde se encontraban escondidos objetos desaparecidos o las esposas robadas.