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Berlin Dos conceptos libertad

Abstract

Si los hombres no hubieran estado en desacuerdo sobre la finalidad de la vida y nuestros antepasados hubiesen seguido imperturbables en el jardín del Edén, los estudios a los que está dedicada la cátedra Chichele de teoría política y social apenas podrían haber sido concebidos. Pues estos estudios tienen su origen y se desarrollan en la existencia de la discordia. Puede que alguien ponga esto en cuestión, basándose en que incluso en una sociedad de santos anarquistas, en la que no puede haber ningún conflicto sobre el fin último, todavía pudieran surgir problemas políticos, como por ejemplo cuestiones constitucionales o legislativas. Pero esta objeción se basa en un error. Cuando se está de acuerdo en los fines, los únicos problemas que quedan son los de los medios, y éstos no son políticos, sino técnicos; es decir, capaces de ser resueltos por los expertos o por las máquinas, al igual que las discusiones que se producen entre los ingenieros o los médicos. Es por esto por lo que aquellos que ponen su fe en algún inmenso fenómeno que transformará el mundo, como el triunfo final de la razón o la revolución proletaria, tienen que creer que todos los problemas morales y políticos pueden ser transformados en problemas tecnológicos. Este es el significado que tiene la famosa frase de Saint-Simon sobre «la sustitución del gobierno de personas por la administración de cosas», y las profecías marxistas sobre la supresión del Estado y el comienzo de la verdadera historia de la humanidad. Esta concepción es llamada utópica por aquellos que consideran que especular sobre esta condición de perfecta armonía social es un juego de ociosa fantasía. Sin embargo, quizá se pudiera perdonar a algún marciano que viniera a ver hoy día cualquier universidad británica-o americana-y defendiese la impresión de que sus profesores y alumnos vivían en una realidad muy parecida a esa situación inocente e idílica, a pesar de toda la seria atención que los filósofos profesionales prestan a los problemas fundamentales de la política. Sin embargo, esto es sorprendente y peligroso. Sorprendente, porque quizá no haya habido ninguna época de la historia moderna en que tantos seres humanos, tanto en Oriente como en Occidente, hayan tenido sus ideas y, por supuesto, sus vidas tan profundamente alteradas, y en algunos casos violentamente trastornadas, por doctrinas sociales y políticas sostenidas con tanto fanatismo. Peligroso, porque cuando las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas-es decir, por lo que han sido educados para pensar críticamente sobre ideas-, éstas adquieren a veces un carácter incontrolado y un poder irresistible sobre multitudes de seres humanos que pueden hacerse demasiado violentos para ser afectados por la crítica de la razón. Hace más de cien años el poeta alemán Heine advirtió a los franceses que no subestimaran el poder de las ideas; los conceptos filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor podían destruir una civilización. El hablaba de la Crítica de la razón pura, de Kant, como la espada con que había sido decapitado el deísmo europeo; describía a las obras de Rousseau como el arma ensangrentada que, en manos de Robespierre, había destruido el antiguo régimen, y profetizaba que la fe romántica de Fichte y de Schelling se volvería un día contra la cultura liberal de Occidente. Los hechos no han desmentido por completo esta predicción; pero si los profesores pueden ejercer verdaderamente este poder fatal, ¿no es posible que sólo otros profesores, o por lo menos otros pensadores (y no los gobiernos o los comités de congresos), sean los únicos que puedan desarmarles? Es extraño que nuestros filósofos no parezcan estar enterados de estos efectos devastadores de sus actividades. Puede ser que, intoxicados por sus magníficos logros en ámbitos más abstractos, los mejores de ellos miren con desdén a un campo en el que es menos probable que se hagan descubrimientos radicales y sea recompensado el talento empleado en hacer minuciosos análisis. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos que, llevados por una ciega 1 Esta conferencia fue dada como «Inaugural lecture» en la Universidad de Oxford el 31 de octubre de 1958, y publicada ese mismo año por la Clarendon Press.