Esa ilusión de que Google aprende y es cada año más preciso es falsa: Google no aprende, nosotros somos cada vez más tontos ENRIQUE LYNCH 21 JUL 2017-13:03 CDT La saga cinematográfica Terminator es una de las distopías más populares. Cuenta que, tras haber alcanzado la inteligencia de sus creadores humanos, las máquinas se rebelarán contra ellos y, para exterminarlos, producirán otras máquinas, asesinas y perfectas. Estallará entonces la guerra total entre los hombres y sus artefactos y el destino de la humanidad quedará en manos de un salvador providencial; etcétera. Típico patrón mesiánico judeoprotestante: con su conspiración y su redentor que nos salva. El guion sin embargo es una variante del viejo mito del Golem. Su novedad está en los espectaculares efectos especiales y en algunos gags inolvidables; y en un actor ideal —Arnold Schwarzenegger—, en la realidad, él mismo una especie de Golem. Su personaje es el ogro de los relatos infantiles; o Yago, el perverso intrigante de Otelo, pues, como él, es un ser de absoluta maldad, una criatura implacable cuya malignidad, por inmotivada e inexplicable, produce espanto. ¿Podemos hacernos una idea del mal absoluto? Si está encarnado en una máquina no parece tan difícil, en cambio entender a Yago es mucho más complicado, pues cuando un individuo es muy malo nuestros ojos se inventan un nihilista demoniaco con estatura moral, como Iván Karamazov. El mal es difícil; y poco nos ayudan las pautas dominantes, pues a medida que nuestras reglas y costumbres son cada vez más permisivas, resulta muy difícil imaginar un personaje absolutamente inicuo que sea también verosímil. Porque hoy en día todo el mundo es malo en alguna medida —otro tópico judeoprotestante difundido por la cultura popular y refrendado por los psicopedagogos—, de ahí que los guionistas de cine escojan malos psicopatológicos, como Henry o Leatherface o Anton Chigurh o Hannibal Lecter, etcétera. Sin embargo, aunque narrativamente verosímil, el psicópata es poco convincente en lo moral. De hecho, las leyes penales no admiten que el loco pueda ser considerado responsable de sus actos, justamente porque está loco; y el mal, no menos que el bien, necesita un sujeto responsable. En efecto, que podamos identificar la responsabilidad en una acción nos permite determinar la intención y su motivo y, sobre todo, la trasgresión, que en última instancia nos permitirá juzgarla moralmente. Pero para eso ha de ser plausible que el sujeto se equivoque, que elija entre el mal o el bien y se desvíe. Aún más, se requiere una condición trascendental que no deriva de la idea que el sujeto se haga sobre lo bueno o lo malo, sino de una decisión ciega entre las dos instancias que, a su vez, puede ser correcta o equivocada. En suma, la responsabilidad presupone la posibilidad del error: no solo en la alternativa entre el bien y el mal, sino en el acto de decidir entre una opción u otra. Si una acción, cualquiera que sea, solo puede ser correcta —aunque se trate de hacer el mal—, las decisiones dejan de ser tales y la moralidad se extingue. Así pues, si concebimos un artefacto en el que hayan sido eliminados todos los errores posibles —y eso seguramente ocurrirá tras alguna revolución maquínica—, ya no serán necesarias las tomas de decisiones ni el cálculo de riesgos, y la idea de responsabilidad será tan vacía como una metáfora blanca. Pongamos el caso de los nuevos automóviles sin conductor: ¿tiene sentido sancionar una infracción de tráfico si