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La hora entre el perro y el lobo

Virginia Woolf está cenando tranquilamente al calor de la chimenea. De pronto, un pensamiento interrumpe sus divagaciones: "es posible que nadie haya deseado con tanta pasión un lápiz de minas", escribió esa noche de 1930. Y pese a lo ridícula que sonaba la idea de antemano, le pareció completamente apetecible salir y cruzar medio Londres para ir a comprar uno. En este acto, sus pies tocan el terreno de la transgresión. Animarse sola a la calle, prácticamente de noche, "pasar a formar parte de ese inmenso ejército republicano de vagabundos anónimos", no era lo más adecuado para una mujer de su época y de su condición. Pero, a pesar suyo -a pesar de la soledad, del cansancio de saberse encerrada en moldes que ella no eligió, a pesar incluso del frío invernal-decide que es crucial para su propia historia salir a comprar el lápiz a esta hora. Dentro de su habitación, los objetos reposan con familiaridad en sus lugares habituales: el cuenco de Mantua sobre la chimenea y la alfombra, que ostenta su mancha en el piso de madera. Virginia echa un último vistazo a su casa, se pone el abrigo y cierra la puerta detrás de sí. * * Como el mapa, la calle también se desdobla, y como ambas, se desdobla también Virginia Woolf en su escritura. "La verdadera Yo", se pregunta, "¿es esa que está parada sobre el pavimento en enero o la que se asoma de un balcón en junio? ¿Estoy aquí o estoy allá? ¿O, acaso, la verdadera yo no es ninguna de éstas y es algo tan multifacético y vagabundo que sólo cuando le damos rienda suelta al deseo sin impedirlo podemos decir que se trata del Yo que soy?".