¿Cuáles son los derechos de la desesperanza? ¿Puede edificarse un discurso atareado en negarlo todo y en negarse, en desmentir sus prestigios, su fundamento y su alcance, su verosimilitud misma? ¿No es el escribir una tarea afirmativa siempre, de un modo u otro, apologética incluso en la mayoría de los casos? ¿Cómo se compagina la escritura con la demolición radical, que nada respeta ni propone en lugar de lo demolido, que no se reclama de tal o cual tendencia, ni quisiera ver triunfante cosa alguna sobre las borradas ruinas de las anteriores; cómo se compagina el texto con las lágrimas, las palabras con los suspiros, el discurso racional con el punto de vista de la piedra o de la planta? ¿Es concebible un pensamiento que se ve a sí mismo como una empresa imposible o ridícula, inevitablemente falaz en el justo momento de reconocerse su verdad? Estas son algunas de las más urgentes preguntas que se plantean al hilo de la lectura de Samuel Beckett o de E. M. Cioran. La respuesta no puede venir de un exterior que las obras de esos autores niegan: es preciso volver al interior del texto mismo, reincidir en la pregunta, convencerse de que dentro tampoco hay nada. Leer a Beckett o a Cioran es reasumir, una y otra vez, la experiencia de la vaciedad. Lo que hay que decir es que siempre se dice demasiado: «tout langage est un écart de langage» (Beckett). La multiplicidad de los discursos, informativos o edificantes, persuasivos, entusiasmados o curiosos, tiene algo de nauseabundo. El hombre es un animal ávido de creencias, de seguridades, de paliativos, y consigue todo eso merced al lenguaje. Pero sus creencias son deleznables, sus seguridades ilusorias, sus paliativos risibles: ¿por qué no decirlo así? Una vez que por azar o improbable ejercicio se ha conquistado la lucidez, la condición enemiga de las palabras, nada puede ya decirse, excepto lo que revele la oquedad del lenguaje de los otros, frente al que el discurso del escéptico es pleno, pues asume su vacío como contenido, mientras que los demás discursos, pretendidamente llenos de sustancia, se edifican sobre la ignorancia de su hueco. Pero, ¿qué propósito puede tener proclamar la inanidad que acecha tras las palabras, salvo excluir al escéptico de la condición de engañado, de drogado por el humo verbal, excluirle de la condición humana, en suma? Por encima o por debajo de los hombres, quien conoce la mentira de las palabras y su promesa nunca puede volver a contarse entre ellos. Será una roca que no se ignora, un árbol que se sospecha o un dios consciente de que no existe: un hombre, jamás. «El escepticismo es un ejercicio de desfascinación» (Cioran): el pensamiento escéptico desarticula el montaje verbal que enfatiza, para bien o para mal, la raida realidad de las cosas: «Saber desmontar el mecanismo de todo, puesto que todo es mecanismo, conjunto de artificios, de trucos, o, para emplear una palabra más honrosa, de operaciones; dedicarse a los resortes, meterse a relojero, ver dentro, dejar de estar