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EDEN. La novela

Apenas el sol se asomó por detrás del cerro El Cuadrado, Federico Tolosa se bajó de su cama y aún con el sueño pegado en los ojos caminó tambaleante hasta el baño que compartía con sus compañeros de trabajo. Las baldosas del cubículo estaban frías. Orinó en la taza de un inodoro de origen inglés y después lavó sus manos y cara con abundante agua. Cepilló sus dientes y se calzó la ropa de fajina que colgaba de un gancho detrás de la puerta. Se alisó el cabello y salió al pasillo que comunicaba al resto de las habitaciones de servicio, con un alargado parque trasero. Miró las pocas nubes que empezaban a colorearse en la madrugada y tomó una larga bocanada de aire fresco, que terminó de despertarlo. De seguro por la noche iba a llover, pensó. El calor de la jornada anterior había sido sofocante y no pocos peones de la estancia colindante anunciaban la llegada del agua. Rara vez se equivocaban. Atravesó la galería a paso veloz. El impactante edificio que tenía enfrente, justo al otro lado de las habitaciones donde él dormía y pasaba sus horas libres, permanecía silente, sin ninguna de sus ventanas abiertas, como si fuera un gigante hibernado en pleno verano. Sólo a lo lejos, más allá de un alambrado con púas, vio a Juancito manipulando un fardo de paja. El muchacho era apenas un punto negro en medio de la tupida vegetación que ascendía por las sierras vecinas, lo cual indicaba que el caballo de Tolosa ya estaba ensillado y listo para ser montado. El pequeño Juan, hijo natural de una de las lavanderas, tenía apenas once años y aún así su responsabilidad era la de un hombre adulto. Se levantaba todas las mañanas una hora antes que todos para cumplir con la primera función de la jornada laboral: preparar el caballo que Tolosa usaría para ir hasta el pueblo vecino a despachar las cartas y postales escritas la noche anterior. Era un buen chico. Obediente y sumiso. Muy distinto a los niños de su edad que se alojaban en el lujoso edificio de doble planta que tenía ante él. Cuando Federico Tolosa montó al animal, verificó que la bolsa con la correspondencia estuviera en su sitio. Le aflojó las riendas y azuzó con los talones, golpeándole los cuartos traseros para que el caballo adquiriera el trote al que estaba acostumbrado. Rodeó la principesca construcción por la derecha, pasando frente a los ventanales de la gran cocina de la planta baja. Los panaderos debían estar trabajando desde hacía horas. En poco tiempo más, los huéspedes más madrugadores exigirían el desayuno y esa gente no acostumbraba a esperar. Cualquier queja a la Administración General podía costarle a uno el puesto. Todo tenía que funcionar con la precisión de un reloj suizo. Máxima eficiencia en el menor tiempo y a la hora previamente establecida. Si algo se demoraba demasiado el funcionamiento de todo el hotel podía estancarse y los horarios prefijados se desajustarían generando un caos inimaginable en la mente de sus propietarios. Cuando Tolosa encaró por el camino de tierra -bordeado de eucaliptos-con dirección al portón principal, la luz del día terminó de salir por encima de las sierras y todo el valle volvió a cobrar color. Lo que hasta hacía sólo un rato eran informes siluetas oscuras se convirtieron en bosques y arbustos, particularizándose cada tronco, capa copa de hojas, cada espinillo o sauce. La naturaleza volvía a ser una entidad dominable y el hombre se convertía en su principal depredador, en el omnipotente controlador de cerros y arroyos que, únicamente de noche, recuperaban su ficticia virginidad de territorio salvaje. Y allí estaban los caminos y parques estilo francés, las verjas repujadas y los portones de hierro para demostrar ese poder. La montaña domesticada por senderos era menos imponente y éstos, como si fueran regueros de ácido sulfúrico, se abrían paso por la vegetación serrana invitando a ser recorridos para experimentar aventuras controladas y seguras. Ya pocos de los lugareños les temían a los cerros. El más cercano -El Cuadrado-no era más que un escenario dócil en donde experimentar explosiones de adrenalina, imposibles en las grandes ciudades, o jugar a ser escaladores en un entorno que había relegado casi cualquier riesgo. La ficción de una montaña indomable atraía a muchos. Era un buen negocio y los dueños del hotel lo sabían. Pero más allá del escenario geográfico había un bien innegociable. Un bendición divina, según algunos. Un milagro de la naturaleza, según los más racionalistas. Y era el clima seco, puro, reparador y medicinal de la provincia de Córdoba que, como un imán invisible, cautivaba anualmente -y por varios meses-a los selectos turistas que se alojaban en el hotel. Los médicos lo recomendaban. Los pobres tuberculosos de los conventillos porteños lo ansiaban. Pero sólo los miembros sanos y temerosos de una aristocracia sin raíces tenían el privilegio de combatir al mortal bacilo en medio del buen tiempo, las sierras, los árboles y el confort. Sólo ellos podían autoexiliarse en sitios remotos, aislándose de la peste y de la chusma sin perder en lo más mínimo el entorno europeizante que tanto admiraban. Ellos eran los dueños del país. Los únicos irremplazables. Todos los demás eran intercambiables, "gente sencilla", ignorantes. "Negritos de mierda" que seguían representando a la barbarie vernácula contraria a toda civilización. La misma que ellos creían encarnar. El paraíso no era para todos y aquella región del valle de Punilla, con su señorial hotel dominando el paisaje serrano, era lo más parecido a un oasis perdido, exclusivo y conservador (como todo paraíso). Un reducto seguro, alejado de los males sociales que sacudían al planeta. Un sitio propicio para la evasión y el falso compromiso con los demás. Un edén. Pero Federico Tolosa no estaba allí para disfrutar de nada, sino para trabajar. En los ocho años que llevaba sirviendo a la firma Eichhorn Hermanos S.A. había hecho de todo. Desde sembrar y cosechar en los campos linderos, pasar el trapo y barrer cada centímetros del hotel, hasta convertirse en mandadero por las mañanas y camarero durante la tardecita y noche. Era el único cursus honorum al que podía aspirar. Más allá de la chaqueta blanca con corbatín y bandeja de plata, las jerarquías superiores le estaban vedadas. Muy pocos lugareños habían alcanzado el grado de mayordomo en los casi veintiocho años que el hotel tenía de vida. Sus propietarios preferían poner al frente del personal a gente venida del otro lado del Atlántico; y dado el constante flujo inmigratorio que Argentina recibía desde 1880, nunca faltaron españoles o italianos que supieran obedecer al pie de la letra las órdenes impartidas desde la "Administración General." En pocas palabras, Federico Tolosa había ascendido hasta el tope. Ya no podía aspirar a más; aún así, estaba agradecido con su suerte. Había visto crecer a la empresa desde sus inicios -a fines del siglo XIX-y vislumbrado cómo la majestuosa edificación estilo francés se imponía frente a las sierras. Aquello resultó ser todo un acontecimiento entre los peones de la vieja estancia La Zulema. Sus propios padres y tíos habían contribuido a acarrear parte de las quinientas toneladas de materiales enviados en tren desde Buenos Aires. Gradualmente habían visto la transformación de una empresa agropecuaria en un moderno emprendimiento hotelero. El Eden Hotel -como fuera bautizado-estaba enquistado en los recuerdos más antiguos de Tolosa. No concebía esa parte del valle sin el edificio. Todo parecía indicar que se mantendría por siglos. Los vaivenes de la economía y los primeros malos tiempos del hotel habían podido ser sorteados con éxito gracias a las sucesivas ventas y cambios de firmas propietarias. Había optimismo en aquellos días y los tropiezos financieros de los tres primeros dueños no amilanaron a los dos alemanes que, arriesgando sus fortunas, decidieron alzar el negocio y llevarlo hasta las nubes. En 1914, la Gran Guerra contribuyó al éxito buscado cuando, al impedir vacacionar en los centros alpinos y playas europeas, obligó a que los ricos de la Argentina orientaran su atención en dirección a las sierras cordobesas. Y allí estaba el Eden Hotel dispuesto a ofrecerles el disoluto confort, aislamiento y clase que estaban dispuestos a comprar. Con Walter y Bruno Eichhorn se iniciaba la edad El «otro» lo era todo. Representaba el eje, el axis mundi de la oralidad más viperina jamás imaginada. Como en una cárcel, el Eden se convertía una vez al año en un panóptico perfectamente diseñado que atravesaba incluso los muros de la privacidad, volviéndola pública. El caballo resopló y lanzó espuma por la boca cuando Federico Tolosa tensó las riendas y se detuvo frente a la Casa de las Columnas. Se bajó del animal de un salto. Tomó la bolsa de la correspondencia y entró en el almacén. A un costado del edificio, los rieles del tren se extendían como dos serpientes metálicas infinitas, compitiendo por ganar los valles colindantes. No había locomotora alguna, ni personal de la empresa Ferrocarril Central de Córdoba. -Buen día -saludó Tolosa con su voz tomada por la fiaca. Avanzó hasta el mostrador y se apoyó en él. Marcelino Copello, el encargado del almacén, se asomó desde un cuarto contiguo. Acomodaba bolsas de harina y yerba en largos estantes de madera. -Buen día, amigazo -respondió sonriendo-. ¿Todavía con sueño? -Un poco. Ayer hubo una fiesta de cumpleaños y me acosté muy tarde. La verdad es que no dormí casi nada. -Desquitate con una buena siesta… -¡Qué te parece! Me voy a dormir la vida después de almorzar. -Mejor así. Dicen que va a hacer mucho calor, pero a la noche seguro que llueve. Pero che, contame, ¿de quién era el cumpleaños? -De una pituca porteña -titubeó-. No me acuerdo el nombre. Una rubiecita… Copello se limpió sus manos en el delantal que llevaba puesto y lo miró fijo. -¿No te acordás del nombre? -dijo con sorna. Federico le respondió con una sonrisa entre pícara y cómplice-. ¿Cuántos cumplió? -preguntó el almacenero. -Diecinueve. -¡"A punto caramelo"!...