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2023
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TIERRA, TECHO, TRABAJO Y CONECTIVIDAD: POLÍTICAS PÚBLICAS PARA BARRIOS POPULARES Y REDES COMUNITARIAS
Los “desalmados”, 2021
Vivimos en una psicosis social que es una experiencia de vacío existencial, insustancialidad anónima y violencia". (M. Recalcati-Clínica del Vacío) Sobre esta psicosis actual (Recalcatti) que es desde nuestro punto de vista un malestar cultural en una cultura que abreva en el malestar cotidianamente Ortega y Gasset nos enseñaba cuando nos decía:" …no sabemos lo que nos pasa y eso es lo que nos pasa". Es navegar en la confusión y Dante nos decía "la confusión es el principio del mal de las ciudades". Las historias de vida de los pacientes de hoy nos retratan este malestar cultural, la psicosis social y la confusión reinante. Un paciente me relataba parte de su vida y nos decía en un grupo que vivió entre "desalmados". Me sorprendió esta frase ya que mencionaba-sin decirlo expresamente a la "maldad moral" como la marca de fábrica de los psicópatas como nos enseñó el maestro de Psiquiatría Henry Ey. Así definía a aquellos que habían perdido el eje moral y el valor sagrado de la vida; lo que hoy se llama con la vigencia de la droga la "neuro moral" (daños en la corteza prefrontal). Ahí la frialdad moral es absoluta.
Revista de Direito do Trabalho, 2019
Sumário: 1 Generalidades 2 La construcción dogmática del "derecho" a la desconexión 3 El contenido jurídico y sus límites 4 Sobre la necesidad de una consagración como categoría autónoma 4.1 Análisis del sistema normativo del tiempo de trabajo 4.2 Análisis desde el derecho a la seguridad y salud en el trabajo 4.3 La innecesaria consagración como categoría autónoma 5 Conclusiones Resumen: El "derecho" a la desconexión se trata de un enunciado construido desde el punto de vista dogmático, antes bien que normativo. En efecto, son pocos los ordenamientos jurídicos que han consagrado un "derecho" a la desconexión. Además, la desconexión tiene un estrecho vínculo con el tiempo de trabajo, el tiempo de descanso, la salud y seguridad laboral, así como también influye en la llamada conciliación entre vida privada o personal y trabajo. Es por ello por lo que corresponde analizar si existe la necesidad de consagración de este derecho como categoría autónoma, o si, por el contrario, su contenido jurídico y límites-delineados dogmáticamente-, encuentran amparo en institutos clásicos en materia de tiempo de trabajo. Además, resultaría irreal dejar de considerar la vinculación necesaria entre esta temática y el régimen de estabilidad de cada sistema normativo. En el caso de Uruguay, cabe preguntarse: ¿qué utilidad tiene la consagración de un “derecho” a la desconexión, si, a fin de cuentas, el empleador puede despedir libremente? En definitiva, ¿no será hora de aportar un replanteamiento en torno a la mala salud del derecho al trabajo en el Uruguay, y procurar así una mejor protección en el empleo?
Había un muro. No parecía importante. Era un muro de piedras sin pulir, unidas por una tosca argamasa. Un adulto podía mirar por encima de él, y hasta un niño podía escalarlo. Allí donde atravesaba la carretera, en lugar de tener un portón degeneraba en mera geometría, una línea, una idea de frontera. Pero la idea era real. Era importante. A lo largo de siete generaciones no había habido en el mundo nada más importante que aquel muro. Al igual que todos los muros era ambiguo, bifacético, Lo que había dentro, o fuera de él, dependía del lado en que uno se encontraba. Visto desde uno de los lados, el muro cercaba un campo baldío de sesenta acres llamado el Puerto de Anarres. En el campo había un par de grandes grúas de puente, una pista para cohetes, tres almacenes, un cobertizo para camiones y un dormitorio: un edificio de aspecto sólido, sucio de hollín y sombrío; no tenía jardines ni niños. Bastaba mirarlo para saber que allí no vivía nadie, y que no estaba previsto que alguien se quedara allí mucho tiempo: en realidad era un sitio de cuarentena. El muro encerraba no sólo el campo de aterrizaje sino también las naves que descendían del espacio, y los hombres que llegaban a bordo de las naves, y los mundos de los que provenían, y el resto del universo. Encerraba el universo, dejando fuera a Anarres, libre. Si se lo miraba desde el otro lado, el muro contenía a Anarres: el planeta entero estaba encerrado en él, un vasto campo-prisión, aislado de los otros mundos y los otros hombres, en cuarentena. Un gentío se acercaba por el camino al campo de aterrizaje, y a la altura en que la carretera cruzaba al otro lado del muro se desbandaba en grupos de merodeadores. La gente solía ir allí desde la cercana ciudad de Abbenay con la esperanza de ver una nave del espacio, o sólo el muro. Al fin y al cabo, aquél era el único muro-frontera en el mundo conocido. En ningún otro sitio podrían ver un letrero que dijese Entrada Prohibida. Los adolescentes, en particular, se sentían atraídos por él. Se encaramaban, se sentaban en lo alto del muro. Acaso hubiera una cuadrilla descargando cajas de los vagones, frente a los depósitos. Hasta podía haber un carguero en la pista. Los cargueros descendían sólo ocho veces al año, sin avisar a nadie excepto a los síndicos que trabajaban en el Puerto, y entonces, si los espectadores tenían la suerte de ver uno, al principio se alborotaban. Pero ellos estaban aquí, de este lado, y allá, lejos, en el otro extremo del campo, se posaba la nave: una torre negra y rechoncha en medio de un confuso ir y venir de grúas móviles. De pronto, una mujer se separaba de una de las cuadrillas que trabajaban junto a los almacenes y decía: -Vamos a cerrar por hoy, hermanos. Llevaba el brazal de Defensa, algo que se veía tan pocas veces como una nave del espacio, y esto causaba no poca conmoción. Pero el tono, aunque benévolo, parecía terminante. La mujer era la capataz de la cuadrilla, y si intentaran provocarla, los síndicos la respaldarían. De todos modos, no había nada digno de verse. Los extraños, los hombres de otro mundo, permanecían ocultos en la nave. No había espectáculo. También para la cuadrilla de Defensa solía ser monótono el espectáculo. A veces la capataz deseaba que alguien intentase siquiera cruzar al otro lado del muro, que un tripulante extraño saltase de improviso de la nave, que algún chiquillo de Abbenay se escurriese a hurtadillas para examinar más de cerca el carguero. Pero eso no ocurría nunca. Nunca ocurría nada. Y cuando algo ocurrió la tomó desprevenida. El capitán del carguero Alerta le dijo: -¿Anda detrás de mi nave esa gentuza? La capataz miró y vio que en efecto había un verdadero gentío alrededor del portón, cien personas o más: merodeando en pequeños grupos, como en las estaciones de los trenes de víveres durante la hambruna. La capataz se sobresaltó. -No. Ellos, ah, protestan -dijo en su iótico lento y limitado-. Protestan, usted sabe... ¿Pasajero? -¿Quiere decir que andan detrás del bastardo que se supone tenemos que llevar? ¿Es a él a quien tratan de impedirle la salida, o a nosotros? La palabra «bastardo», intraducible a la lengua de la capataz, carecía de significado para ella, era uno entre otros términos extraños, pero no le gustaba nada como sonaba, ni la voz del capitán, ni el capitán. -¿Puede en verdad arreglárselas sin mí?-le preguntó, cortante. -Sí, qué demonios. Usted ocúpese de que baje el resto de la carga, de prisa. Y haga subir a bordo a ese pasajero bastardo. Ninguna chusma de odolunáticos nos va a crear problemas a nosotros. -Palmeó el objeto de metal que llevaba en el cinto, y que parecía un pene deformado, y miró con aire de superioridad ala mujer inerme. La capataz echó una ojeada fría al objeto fálico; sabía que era un arma. -La nave estará cargada a las catorce. Mantenga la tripulación segura a bordo. Despegue a las catorce y cuarenta. Si necesita ayuda, deje un mensaje grabado en el Control de Tierra. Y echó a andar a grandes zancadas antes que el capitán tuviese tiempo de llamarla al orden. La cólera le daba fuerzas para exhortar con más energía a la cuadrilla y a la multitud. -¡A ver, vosotros, si despejáis el camino! -dijo en tono perentorio cuando llegaba al muro-. Pronto pasarán los camiones, y habrá heridos. ¡Apartaos! Los hombres y mujeres del gentío discutían con ella y entre ellos. Seguían atravesándose en el camino, y algunos pasaban al otro lado del muro. Aun así, el camino había quedado relativamente despejado. Si ella no sabía dominar un tumulto, ellos tampoco sabían cómo desencadenarlo. Eran miembros de una comunidad, no los elementos de una colectividad: no los movía un sentimiento de masas, y había allí tantas emociones como individuos. Incapaces de suponer que las órdenes pudieran ser arbitrarias, no tenían la práctica de la desobediencia. La inexperiencia de todos salvó la vida del pasajero. Algunos habían ido a matar a un traidor. Otros a impedirle que partiese, o a gritarle insultos, o a verlo, pura y simplemente; y todos estos otros obstruyeron el corto trayecto de los asesinos. Ninguno tenía armas de fuego, aunque dos de ellos llevaban cuchillos. Para esta gente atacar significaba asalto cuerpo a cuerpo; querían apoderarse del traidor con sus propias manos. Suponían que llegaría custodiado, en un vehículo. Mientras trataban de inspeccionar un camión de mercancías y discutían con el enfurecido conductor, el hombre que buscaban llegó por la carretera, solo y a pie. Cuando lo reconocieron, ya estaba a mitad de camino, seguido por cinco síndicos de Defensa. Los que pretendían matarlo intentaron perseguirlo, demasiado tarde, y apedrearlo, no del todo demasiado tarde. Apenas consiguieron magullarle un hombro al traidor que buscaban, pero un pedrusco de dos libras de peso golpeó en la sien a un hombre de la cuadrilla de Defensa, matándolo en el acto, Las escotillas de la nave se cerraron. Los hombres de Defensa regresaron llevándose con ellos al compañero muerto; no trataron de detener a los cabecillas del tumulto que se precipitaban hacia la nave, pero la capataz, blanca de furia y horror, los insultó y los maldijo cuando pasaron junto a ella a todo correr, procurando esquivarla. Una vez al pie de la nave, la vanguardia del tumulto se dispersó y se detuvo, irresoluta. El silencio de la nave, los movimientos espasmódicos de las grúas enormes y esqueléticas, el raro aspecto calcinado del suelo... Nada había allí que pareciera humano; todo los desconcertaba. Una ráfaga efe vapor o de gas que parecía provenir de algo conectado con la nave sobresaltó a algunos de los hombres; levantando las cabezas, observaron con inquietud allá arriba los túneles negros de los cohetes. Lejos, a través del campo, aulló la alarma de una sirena. Primero uno, luego otro, todos emprendieron el regreso hacia el portón. Nadie los detuvo. Al cabo de diez minutos el sendero había quedado despejado, la muchedumbre se había dispersado a lo largo del camino de Abbenay. Como si, en definitiva, no hubiese ocurrido nada. En el interior del Alerta estaban ocurriendo muchas cosas. Puesto que el Control de Tierra había adelantado la hora del lanzamiento, era necesario acelerar las operaciones de rutina. El capitán había dado orden de que sujetaran con correas al pasajero, y lo encerraran en la cabina de la tripulación junto con el médico, para que no entorpecieran las maniobras. Allí, en la cabina, había una pantalla, y si así lo deseaban podían observar el despegue. El pasajero miró. Vio el campo, y el muro alrededor del campo, y a lo lejos más allá del muro las laderas distantes del Ne Theras salpicadas de matorrales holum y de unas pocas y plateadas zarzalunas. Las imágenes resplandecieron precipitándose pantalla abajo. El pasajero sintió que le empujaban el cráneo contra el cabezal almohadillado. Era como si lo estuvieran sometiendo a un examen odontológico, la cabeza apretada contra el sillón, la mandíbula abierta a la fuerza. No podía respirar, parecía enfermo y sentía que el miedo le aflojaba los intestinos. Todo su cuerpo gritaba a las fuerzas enormes que se habían apoderado de él: ¡Ahora no, todavía no, esperad! Los ojos lo salvaron. Las cosas que ellos seguían viendo y transmitiendo lo arrancaron del autismo del terror. Porque en la pantalla apareció ahora una imagen extraña, una llanura pálida de piedra. Era el desierto visto desde las montañas por encima de Valle Grande. ¿Cómo había vuelto a Valle Grande? Trató de decirse que estaba en una aeronave. No, una astronave. El borde de la llanura relucía con el brillo de la luz en el agua, la luz sobre un mar distante. En aquellos desiertos no había agua. ¿Qué era, entonces, lo que estaba viendo? Ahora la llanura de piedra ya no era plana sino hueca, una enorme concavidad colmada de luz solar. Mientras la observaba, perplejo, la concavidad se hizo menos profunda, derramando luz. De pronto, una línea la cruzó, abstracta, geométrica, el perfecto sector de un círculo. Más allá de aquel arco todo era negrura. La...
En Carlos Altamirano y Adrián Gorelik (eds.), La Argentina como problema. Temas, visiones y pasiones del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018.
Estudios de Filosofía, 2024
Este artículo analiza la desconexión de sí como caracterización fenomenológica de una enfermedad destructora como el Alzheimer. Queremos mostrar que, en los casos más extremos de su desarrollo, el paciente se hunde en una desvinculación emocional producto de la plasticidad destructiva que lo afecta. Este aislamiento implica un desafío emocional para los familiares que observan que su ser querido se desconecta y que ellos no pueden hacer nada para evitarlo. No obstante, los familiares buscan asistir al ser querido en su marginación. El alcance de este acompañamiento revela la experiencia humana del consuelo como respuesta intersubjetiva frente a esta desconexión. El análisis de esta desconexión muestra, de manera paradójica, la necesidad humana de poner distancia ante un sufrimiento extremo y con ello señala, a la vez, su límite. El análisis antropológico de los dispositivos de la actio per distans puede ofrecer un soporte trascendental a las éticas de la ternura frente a la vivencia de esta enfermedad.
Arqueologia de los desaparecidos, 1996
Mayo de 1985. En los tribunales de Buenos Aires, las tres juntas militares que habían escrito el capítulo más trágico de la historia argentina estaban siendo juzgados por el gobierno democrático recientemente restablecido. En la pantalla instalada en la sala de audiencias se proyectaban fotografías de huesos humanos. El testigo que explicaba el significado de las fotos era Clyde Snow, un antropólogo forense norteamericano. Los huesos eran los restos de los desaparecidos: gente que había sido "desaparecida" durante la dictadura militar (1976-1983). Como señaló Ernesto Sábato (el director de la Comisión Nacional de Desaparición de Personas-CONADEP), la Argentina tuvo el triste privilegio de haber inventado la palabra desaparecido, que se utiliza, sin traducción, en todos los idiomas. En Argentina hay aproximadamente 30.000 de estos casos: personas que fueron secuestradas por escuadrones paramilitares o militares, encerradas y torturadas en campos de concentración clandestinos, asesinadas y enterradas en tumbas sin nombre o arrojadas a las aguas oscuras del Río de la Plata. Los huesos que Snow presentaba a la Corte fueron desenterrados con modernas técnicas arqueológicas de los enterratorios masivos en que los asesinos patrocinados por el estado los habían enterrado. La recuperación minuciosa de esta trágica "evidencia" arqueológica y su subsecuente análisis antropológico forense, hizo posible revertir parte del proceso de desaparición al confirmar quienes eran algunas de las víctimas y cómo murieron. Diciembre de 1995. En un antiguo departamento del centro de la ciudad de Buenos Aires, una lámpara ilumina una fotografía en la que se ve a un grupo de estudiantes vitales y sonrientes que abrazan a Snow. Muy cerca de la fotografía están sentados discutiendo sobre trabajo cuatro de los jóvenes científicos que aparecen en ella. Son algunos de los estudiantes de antropología y medicina que participaron en un curso dado por Snow y otros antropológos forenses en 1985 en Argentina. El propósito de ese curso era preparar un grupo de científicos locales para realizar la profunda tarea de identificar los restos que entonces estaban comenzando a aparecer en tumbas anónimas individuales y colectivas en todo el país. Ese curso llevó a la fundación del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que, en palabras de Snow, es "el equipo más experimentado del mundo; ha hecho más exhumaciones y ha examinado más restos humanos que otros especialistas de cualquier parte del mundo". La antropología forense es principalmente una especialidad dentro de la antropología biológica que cuenta con las técnicas que hacen posible identificar a qué persona pertenecen determinados restos. Así, el EAAF incluye antropólogos entre sus miembros, pero también cuenta con la participación de arqueólogos. Se requieren técnicas arqueológicas para "recuperar la evidencia" (es decir, exhumar cuerpos), pero a diferencia de los arqueólogos y antropólogos físicos tradicionales, los investigadores del EAAF dependen de la información que les brinda la historia de los individuos cuyos restos ellos exhuman. Como miembros del EAAF, Anahí Ginarte y Darío Olmo nos explican: "En el resto del mundo hay muchas personas que hacen esta clase de trabajo, pero una de las peculiaridades del EAAF es que somos el único grupo en el mundo que tiene todos los profesionales necesarios en el mismo equipo. También, a diferencia de otros grupos, hacemos una investigación previa a la exhumación." Así, los miembros del EAAF se entrevistan con los parientes, compañeros, médicos y dentistas de los desaparecidos para compilar un banco de datos con información acerca de la edad, sexo, altura, apariencia física, historia clínica y patologías de los individuos cuyos restos se piensa que están en un sitio específico.
La idea de pensamiento computacional desenchufado (Computational thinking unplugged) hace referencia a un conjunto de actividades que se elaboran para fomentar en los niños habilidades que pueden ser evocadas después, para favorecer el pensamiento computacional. Estas actividades están pensadas y diseñadas para ser incluidas en las primeras etapas de desarrollo cognitivo (educación infantil, primer tramo de la educación primaria, juegos en casa con los padres y los amigos,…). Las habilidades están pensadas para que puedan ser evocadas en otros ciclos y niveles educativos, en la educación secundaria, en la formación técnica, en la profesional o en la educación universitaria incluso. Las actividades se suelen hacer sin ordenadores y sin pantallas móviles, con fichas, cartulinas, juegos de sala de clase o juegos de patio, juguetes mecánicos, etc. En este trabajo se pone de relieve que hay una serie de datos, ideas y circunstancias que hacen posible ahora, y no antes, que se implemente el pensamiento computacional desenchufado. Por último describimos actividades, iniciativas y experiencias que se están desarrollando ya, y hacemos unas propuestas de actividades y de sus guías para profesores y cuidadores de preescolar. Abstract The idea of computational thinking unplugged refers to a set of activities that are developed to encourage children skills that can be evoked later, to promote computational thinking. These activities are designed to be included in the early stages of cognitive development (early childhood education, first stage of primary education, games at home with parents and friends, ...). The skills are designed so that they can be evoked in other stages. In secondary education, in technical training, in professional or even higher education. The activities are usually done without computers and without mobile screens, with cards, cards, classroom games or playground games, mechanical toys, etc. In this paper it is highlighted that there is a series of data, ideas and circumstances that make it possible now, and not before, that unplugged computational thinking be implemented. Finally, we describe activities, initiatives and experiences that are already being developed, and we make proposals for activities and their guides for preschool teachers and caregivers.
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REVISTA CIUDAD PAZ-ANDO VOL. No. 5 No. 2 IPAZUD - UNIVERSIDAD DISTRITAL FRANCISCO JOSÉ DE CALDAS., 2012
RELACult - Revista Latino-Americana de Estudos em Cultura e Sociedade, 2016
DESAPARECIDOS EN EL PÁRAMO - PROLOGO, 2023