2002, Pontificia Universidad Católica del Perú
ENRIQUE PROCHAZKA cadáver, pero nadie de las casas de Arpád o Przémyslid podrá haber dejado de reconocer-es decir, de odiar-la cota y las armas del caballero Rudolf von Wiese, preste de la Cristiana Orden Teutónica, sobre la que escupo, como antes lo he hecho sobre los huesos destrozados de Rudolf. El nombre de mis padres fue Procházka. Si tuve algl'm otro cuando pequeño no lo recuerdo. Nací en la Biala, en el último año de reinado de Kalmán el Bibliófilo, de la Casa Arpád. En la vecina Bohemia reinaba el infame Híndrik Przémyslid, quien decía descender del mismísimo Wenceslao. (He vivido cien años ignorando estas cosas: permitan que un anciano desordene lo que está escrito, con lo que sabe.} De niño cuidé las ovejas y los cerdos de los Procházka cruzando, todos los días, de una a otra vertiente de los Tátra. De mi madre aprendí la lengua bohe, mia y el magiar de mi abuelo, que insistía en que adorara con él a la Blanca Dama de las montañas y mataba a los misioneros enviados por el duque Boleslao. En una boda me arrojaron al futuro lecho nupcial entre los novios, que así asegurarían su descendencia. Un rumor de caballos y unos gritos atroces lle, naron la aldea. Entre ladridos de perros y cuerpos descabezados huí y me refugié en la erizada montaña. Pero los wiking tenían mastines y yo era solo un nifi.o. Una mano monstruosa me arrancó de las rocas, un gigante alzó mis ropas hasta ahorcarme, un dogo se abalanzó a morder mi cara. La Blanca Señora ha de haber intervenido, porque todo cesó: fui vendado, atado y arrojado de vientre sobre un buey. Yo alcanzaba a saber que los Wiking-los Rus, como ellos me enseñaron después a llamarlos-rara vez mataban a sus prisioneros. Entonces, supongo, juzgué que sería mejor morir con mis padres que ser esclavo, pero por ese secuestro aprendí a leer las runas y conocí la más grande de las ciudades. Nada recuerdo de ese primer viaje con los Rus. Debemos haber cruzado valle tras valle durante el otoño, hacia el oriente, para luego entrar a la helada estepa y atravesarla hasta Kyeb. En pago a una apuesta me pusieron al servicio de Hrollaf, hijo de Karni. Hrollaf era un wiking bajo y regordete: cuando fui más alto que él me dio a mi primera mujer, una sármata de Crimea. Recostada en los pastizales, aquel verano, ella me habló de cómo imaginaba a Miklagaard, la ciudad que unía el Cielo con la Tierra. Hrollaf encabezaba un clan de comerciantes rus que bajaba todos los veranos por el Dnépr hasta el mar, poco antes de la boca del Ister, al puerto de Odessos. Desde niño me llevaron con ellos. Estibábamos cera, miel y pieles, que cambiá, bamos allí por aceite y vino. Los otros esclavos aseguraban que en verdad los Rus comerciaban con una ciudad divina, a la que nunca llevaban a sus siervos. El trayecto era peligroso, porque en la estepa acechaban las tribus polovstia, nas y los temibles Petcheneg. (Entonces se decía que comían carne humana: ya