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427 -Las erecciones de templos, los sacrificios y los demás cultos de los dioses, de los demones y de los héroes; a su vez, también, las sepulturas de los muertos y cuantas honras hay que tributar para tener aplacados a los del mundo de allá. Como nosotros no entendemos de estas cosas, al fundar la ciudad no obedeceremos 427c a ningún otro, si es que tenemos seso, ni nos serviremos de otro guía que el propio de nuestros padres; y sin duda, este dios, guía patrio acerca de ello para todos los hombres, los rige sentado sobre el ombligo de la tierra en el centro del mundo.
Me mandasteis una carta diciéndome que debía estar convencido de que vuestra manera de pensar coincidía con la de Dión y que, precisamente por ello, me invitabais a que colaborara con vosotros en la medida de lo posible, tanto con palabras como con hechos. Pues bien, en lo que a mí se refiere, yo estoy de acuerdo en colaborar si, efectivamente, tenéis las mismas ideas y las mismas aspiraciones que él, pero, de no ser así, tendré que pensármelo muchas veces. Yo podría hablar de sus pensamientos y de sus proyectos, no por mera conjetura, sino con perfecto conocimiento de causa. En efecto, cuando yo llegué por primera vez a Siracusa, tenía cerca de cuarenta años; Dión tenía la edad que ahora tiene Hiparino, y las convicciones que tenía entonces no dejó de mantenerlas durante toda su vida: creía que los siracusanos debían ser libres y debían regirse por las leyes mejores, de modo que no es nada sorprendente que algún dios haya hecho coincidir sus ideales políticos con los de aquél. Merece la pena que tanto los jóvenes como los que no lo son se enteren del proceso de gestación de estos ideales; por ello voy a intentar explicároslo desde el principio, ya que las circunstancias presentes me dan ocasión para ello. Antaño, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos. Tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos, y las circunstancias en que se me presentaba la situación de mi país eran las siguientes: al ser acosado por muchos lados el régimen político entonces existente, se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres: once en la ciudad y diez en el Pireo (unos y otros encargados de la administración pública en el ágora y en los asuntos municipales), mientras que treinta se constituyeron con plenos poderes como autoridad suprema. Ocurría que algunos de ellos eran parientes y conocidos míos y, en consecuencia, me invitaron al punto a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas, enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no tendría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a su ejecución, con el fin evidente de hacerle cómplice de sus actividades criminales tanto si quería como si no. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, como decía, todas estas cosas y aun otras de la misma gravedad, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época. Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta con todo su sistema político. Y otra vez, aunque con más tranquilidad, me arrastró el deseo de dedicarme a la actividad política. Desde luego, también en aquella situación, por tratarse de una época turbulenta, ocurrían muchas cosas indignantes, y no es nada extraño que, en medio de una revolución, algunas personas se tomaran venganzas excesivas de sus enemigos. Sin embargo, los que entonces se repatriaron se comportaron con una gran moderación. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates, ya citado, y presentaran contra él la acusación más inicua y más inmerecida: en efecto, unos hicieron comparecer, acusado de impiedad, y otros condenaron y dieron muerte al hombre que un día se negó a colaborar en la detención ilegal de un amigo de los
SÓCRATES. -Bajé ayer al Pireo con Glaucón, hijo de Aristón, para dirigir mis oraciones a la diosa y ver cómo se verificaba la fiesta que por primera vez iba a celebrarse. La Pompa de los habitantes del lugar me pareció preciosa; pero a mi juicio, la de los tracios no se quedó atrás. Terminada nuestra plegaria, y vista la ceremonia, tomamos el camino de la ciudad. Polemarco, hijo de Céfalo, al vernos desde lejos, mandó al esclavo que le seguía que nos alcanzara y nos suplicara que le aguardásemos. El esclavo nos alcanzó y, tirándome por la capa, dijo: -Polemarco os suplica que le esperéis. Me volví, y le pregunté dónde estaba su amo. -Me sigue -respondió-; esperadle un momento. -Le esperamos -dijo Glaucón. Un poco después llegaron Polemarco y Adimanto, hermano de Glaucón; Nicérato, hijo de Nicias y algunos otros que volvían de la Pompa. Polemarco, al alcanzarnos, me dijo: -Sócrates, me parece que os retiráis a la ciudad. -No te equivocas -le respondí. -¿Has reparado cuántos somos nosotros? -¿Cómo no? -Pues o sois más fuertes que nosotros o permaneceréis aquí. -¿Y no hay otro medio, que es convenceros de que tenéis que dejarnos marchar? -¿Cómo podríais convencernos si no queremos escucharos? -En efecto -dijo Glaucón-, entonces no es posible. -Pues bien, estad seguros de que no os escucharemos. -¿No sabéis -dijo Adimanto-que, esta tarde, la carrera de las antorchas encendidas en honor de la diosa se hará a caballo? -¿A caballo? Es una cosa nueva. ¡Cómo! ¿Correrán a caballo, teniendo en la mano las antorchas que en la carrera habrán de entregar los unos a los otros? -Sí -dijo Polemarco-, y además habrá una velada que merece la pena de verse. Iremos allá después de cenar, y pasaremos el rato alegremente con muchos jóvenes que allí encontraremos. Quedaos, pues, y no os hagáis más de rogar. -Ya veo que es preciso quedarse -dijo Glaucón. -Puesto que lo quieres así -le respondí-, nos quedaremos. Nos fuimos, pues, a la casa de Polemarco, donde encontramos a sus dos hermanos Lisias y Eutidemo con Trasímaco de Calcedonia, Carmántides, del pueblo de Peanea, y Clitofonte, hijo de Aristónimo; Céfalo, padre de Polemarco, también estaba allí. Hacía mucho tiempo que no lo había visto, y me pareció muy envejecido. Estaba sentado, apoyada su cabeza en un cojín, y llevaba en ella una corona, porque en aquel mismo día había hecho un sacrificio doméstico. Junto a él nos situamos en los asientos que estaban colocados en círculos. Apenas me vio Céfalo, me saludó y me dijo: -Sócrates, muy pocas veces vienes al Pireo, a pesar de que nos darías mucho gusto en ello. Si yo tuviese fuerzas para ir a la ciudad, no te haría falta venir aquí, sino que iríamos a verte. Como no es así, has de venir con más frecuencia a verme, porque debes saber que, a medida que los placeres del cuerpo me abandonan, encuentro mayor encanto en la conversación. Ten, pues, conmigo este miramiento, y al mismo tiempo conversarás con estos jóvenes, sin olvidar por eso a un amigo que tanto te aprecia. -Yo, Céfalo -le dije-, me complazco infinito en conversar con los ancianos. Como se hallan al término de una carrera que quizá habremos de recorrer nosotros un día, me parece natural que averigüemos de ellos si el camino es penoso o fácil, y puesto que tú estás ahora en esa edad, que los poetas llaman el umbral de la vejez, me complacería mucho que me dijeras si consideras semejante situación como la más penosa de la vida, o cómo la calificas. -Por Zeus, Sócrates -me respondió-, te diré mi pensamiento sin ocultarte nada. Me sucede muchas veces, según el antiguo proverbio, que me encuentro con muchos hombres de mi edad, y toda la conversación por su parte se reduce a quejas y lamentaciones; recuerdan con sentimiento los placeres del amor, de la mesa, y todos los demás de esta naturaleza, que disfrutaban en su juventud. Se afligen de esta pérdida, como si fuera la pérdida de los más grandes bienes. La vida de entonces era dichosa, dicen ellos, mientras que la presente no merece ni el nombre de vida. Algunos se quejan, además, de los ultrajes a que les expone la vejez de parte de los demás. En fin, hablan sólo de ella para acusarla, considerándola causa de mil males. Tengo para mí, Sócrates, que no dan en la verdadera causa de esos males, porque si fuese sólo la vejez, debería producir indudablemente sobre mí y sobre los demás ancianos los mismos efectos. Porque he conocido a algunos de carácter bien diferente, y recuerdo que, encontrándome en cierta ocasión con el poeta Sófocles, como le preguntaran en mi presencia si la edad le permitía aún gozar de los placeres del amor y estar en compañía de mujer, «Dios me librerespondió-, ha largo tiempo he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano». Entonces creía que decía la verdad, y la edad no me ha hecho mudar de opinión. La vejez, en efecto, es un estado de reposo y de libertad respecto de los sentidos. Cuando la violencia de las pasiones se ha relajado y se ha amortiguado su fuego, se ve uno libre, como decía Sófocles, de una multitud de furiosos tiranos. En cuanto a las lamentaciones de los ancianos que se quejan de los allegados, hacen muy mal, Sócrates, en achacarlos a su ancianidad, cuando la causa es su carácter. Con cordura y buen humor, la vejez es soportable; pero con un carácter opuesto, lo mismo la vejez que la juventud son desgraciadas. Me encantó esta respuesta, y para animarle más y más a la conversación, añadí: -Estoy persuadido, Céfalo, de que al hablar tú de esta manera los más no estimarán tus razones, porque se imaginan que contra las incomodidades de la vejez encuentras recursos, más que en tu carácter, en tus cuantiosos bienes, porque los ricos, dicen ellos, pueden procurarse grande alivio. -Dices verdad: ellos no me escuchan, y ciertamente tienen alguna razón en lo que dicen, pero no tanto como se imaginan. Ya sabes la respuesta que Temístocles dio a un habitante de Serifo que le echaba en cara que su reputación la debía a la ciudad donde había nacido, más bien que a su mérito: le respondió que ni él mismo sería famoso de haber nacido en Serifo, ni lo sería su interlocutor de haber nacido en Atenas. La misma observación puede hacerse a los ancianos poco ricos y de mal carácter, diciéndoles que la pobreza haría quizá la vejez insoportable al sabio mismo, pero que sin la sabiduría nunca las riquezas la harían más dulce. -Pero -repliqué yo-esos grandes bienes que tú posees, Céfalo, ¿te han venido de tus antepasados o los has adquirido tú en su mayor parte? -¿Qué he adquirido yo, Sócrates? En este punto ocupo un término medio entre mi abuelo y mi padre, porque aquél, cuyo nombre llevo, habiendo heredado un patrimonio poco más o menos igual al que yo poseo ahora, hizo adquisiciones que excedieron en mucho a los bienes que había recibido; y mi padre Lisanias la redujo a menos de lo que ahora es. Yo me daré por contento si mis hijos encuentran, después de mi muerte, una herencia que no sea inferior, sino algo superior a la que yo encontré a la muerte de mi padre. -Lo que me ha obligado a hacerte esta pregunta -le dije-es que me parece que no tienes mucho apego a las riquezas, cosa muy ordinaria en los que no han creado su propia fortuna, mientras que los que la deben a su industria están doblemente apegados a ella; porque le tienen cariño, en primer lugar, por ser obra suya, como aman los poetas sus versos y los padres a sus hijos, y le tienen también cariño como los demás hombres, por la utilidad que les reporta. También es más difícil comunicar con ellos, y sólo tienen en estima el dinero. -Tienes razón -dijo Céfalo. -Muy bien -añadí yo-. Pero dime ahora, ¿cuál es, a tu parecer, la mayor ventaja que las riquezas procuran? -No espero convencer a muchos de la verdad de lo que voy a decir. Ya sabrás, Sócrates, que cuando se aproxima el hombre al término de la vida tiene temores e inquietudes sobre cosas que antes no le daban ningún cuidado; entonces se presenta al espíritu lo que se cuenta de los infiernos y de la pena que allí ha de sufrir quien aquí ha delinquido. Se comienza por temer que estos discursos, hasta entonces tenidos por fábulas, sean otras tantas verdades, ya proceda esta aprensión de la debilidad de la edad, o ya que se ven con más claridad tales objetos a causa de su proximidad. Lo cierto es que está uno lleno de inquietudes y de terror. Se recuerdan todas las acciones de la vida, para ver si se ha causado daño a alguien. El que, al examinar su conducta, la encuentra llena de injusticia, tiembla y se deja llevar de la desesperación, y algunas veces, durante la noche, el terror le despierta despavorido como a los niños. Pero el que no tiene ningún remordimiento ve sin cesar en pos de sí una dulce esperanza, que sirve de nodriza a su ancianidad, como dice Píndaro, que se vale de esta graciosa imagen, Sócrates, al hablar del hombre que ha vivido justa y santamente: La esperanza le acompaña, meciendo dulcemente su corazón y amamantando su ancianidad; la esperanza, que gobierna a su gusto el espíritu fluctuante de los mortales. Está esto admirablemente dicho. Y porque las riquezas preparan tal porvenir y son, a este fin, un gran auxilio, es por lo que a mis ojos son tan preciosas, no para todo el mundo, sino para el discreto. Porque a ellas debe en gran parte el no haberse visto expuesto a hacer daño a tercero, ni aun sin voluntad, a usar de mentiras, con la ventaja, además, de abandonar este mundo libre del temor de no haber hecho todos los sacrificios convenientes a los dioses, o de no haber pagado sus deudas a los hombres. Las riquezas tienen, además, otras ventajas, sin duda; pero bien pesado todo, creo que daría a éstas la preferencia sobre todas las demás, oh Sócrates, por el bien que proporcionan al hombre sensato. -Nada más precioso -repuse yo-que lo que dices, Céfalo. Pero ¿está bien definida la justicia haciéndola consistir simplemente en decir la verdad, y en dar a cada uno lo que de él se ha recibido? ¿O, más bien, son estas cosas justas o injustas según las circunstancias? Por...
Platón dedicó toda su vida al culto de la verdad, a la búsqueda de la verdad inmutable, eterna y absoluta. Es cierto que no nos ha dejado verdaderamente un sistema completo, pero sí el ejemplo de una manera de filosofar y el ejemplo de una vida consagrada a la prosecución de la Verdad y del Bien.
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solucionario plato
2005
This short passage regarding the nature of paideia’s art, if it may be judged from the different existing translations, offers some points of difficult interpretation. The aim of this article is to discuss some issues of the text, from syntactical, lexical and stylistic points of view in order to contribute to clarify its meaning. Finally, a new translation is given and a sample of different translations offered.
Reseña: " La república de Platón", 2016
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En el libro V de la República Platón intenta distinguir a los verdaderos filósofos de un grupo de personajes que son solo parecidos a los filósofos, pero que en realidad no lo son. Platón utiliza diferentes términos para referirse a estos pseudo-filósofos pero el más recurrente es el de philotheámones (φιλοθεάμονες). Los estudiosos de Platón han tenido muy diversas interpretaciones sobre la identidad de estos personajes. En este trabajo defiendo que dentro del grupo en cuestión están los sofistas, una interpretación cuya intuición principal fue defendida por Vegetti (2000) pero criticada recientemente por Meinwald (2017). Aquí ofrezco tanto razones textuales como filosóficas y contextuales a favor de esta interpretación.
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Damos a continuación el texto, en inglés y su traducción al español, de la conferencia que William H. F. Altman impartió el pasado 14 de septiembre de 2023 en el seminario permanente Los diálogos de la torre del Virrey, que forma parte de los cursos que ofrece cada año La torre del Virrey. Instituto de Estudios Culturales Avanzados.
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Pontificia Universidad Católica del Perú, 2003
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