En los tiempos que nos ha tocado vivir existe una especie de prohibición en lo que toca al morir ... more En los tiempos que nos ha tocado vivir existe una especie de prohibición en lo que toca al morir y a la muerte: la de no hablar de ello con el interesado. A los enfermos crónicos, ancianos y enfermos en fase terminal se les niega la posibilidad de hablar de una perspectiva relevante para ellos: la de morir dentro de plazos no muy lejanos. Ejemplo: «Me han diagnosticado un tumor de pulmón y no han querido decírmelo; yo lo sé, estoy seguro de ello. Mi vida está próxima a su final y se que voy a morir. Lo que me apena es la falsedad, aunque de buena fe, de quien está a mi alrededor y no admite que voy a morir dándome falsas esperanzas». Interlocutor: «¡No digas esas cosas! La medicina avanza a pasos agigantados y puede aparecer una terapia curativa». El moribundo en el mundo moderno tiene dos obligaciones: «no saber que va a morir», y si lo sabe, «actuar como si no lo supiera». No hay lugar para la muerte. No vemos en ella más que horror y sufrimiento inútil, cuando en realidad es el momento culminante de nuestra vida, su coronación, aquello que le confiere valor y sentido. Con el propósito de proteger al que va a morir, ¿no estamos intentando en realidad protegernos a nosotros mismos? ¿No estamos subestimando la capacidad de nuestro ser querido a enfrentarse al final? He tenido numerosas ocasiones de comprobar que los enfermos saben mejor que nosotros cual es su verdadera situación y cuales sus auténticas necesidades, todo lo que hay que hacer es escucharlos. La gente que se muere precisa tener cerca a aquellos que ante su muerte continúan ofreciéndoles su amor y su amistad.
En los tiempos que nos ha tocado vivir existe una especie de prohibición en lo que toca al morir ... more En los tiempos que nos ha tocado vivir existe una especie de prohibición en lo que toca al morir y a la muerte: la de no hablar de ello con el interesado. A los enfermos crónicos, ancianos y enfermos en fase terminal se les niega la posibilidad de hablar de una perspectiva relevante para ellos: la de morir dentro de plazos no muy lejanos. Ejemplo: «Me han diagnosticado un tumor de pulmón y no han querido decírmelo; yo lo sé, estoy seguro de ello. Mi vida está próxima a su final y se que voy a morir. Lo que me apena es la falsedad, aunque de buena fe, de quien está a mi alrededor y no admite que voy a morir dándome falsas esperanzas». Interlocutor: «¡No digas esas cosas! La medicina avanza a pasos agigantados y puede aparecer una terapia curativa». El moribundo en el mundo moderno tiene dos obligaciones: «no saber que va a morir», y si lo sabe, «actuar como si no lo supiera». No hay lugar para la muerte. No vemos en ella más que horror y sufrimiento inútil, cuando en realidad es el momento culminante de nuestra vida, su coronación, aquello que le confiere valor y sentido. Con el propósito de proteger al que va a morir, ¿no estamos intentando en realidad protegernos a nosotros mismos? ¿No estamos subestimando la capacidad de nuestro ser querido a enfrentarse al final? He tenido numerosas ocasiones de comprobar que los enfermos saben mejor que nosotros cual es su verdadera situación y cuales sus auténticas necesidades, todo lo que hay que hacer es escucharlos. La gente que se muere precisa tener cerca a aquellos que ante su muerte continúan ofreciéndoles su amor y su amistad.
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