Papers by Idalia Hernandez

Esta edición de DE PARTE DE LA PRINCESA MUERTA compuesta en tipos Áster de 10/11 puntos por Tecni... more Esta edición de DE PARTE DE LA PRINCESA MUERTA compuesta en tipos Áster de 10/11 puntos por Tecnitype, se terminó de imprimir en los talleres de Romanyá/Valls, Verdaguer 1, Capellades (Barcelona) el 20 de marzo de 1988 Impreso en España-Printed in Spain En la aventura que representó la redacción de este libro me ayudaron muchos amigos en Turquía, en el Líbano, en la India y en Francia. Su recuerdo, sus consejos, me permitieron no sólo reconstruir treinta años de historia -a menudo diferente de la historia oficial-sino también hacer revivir pequeños hechos y gestos de la vida cotidiana. Citarlos por sus nombres podría incomodarlos, pero quisiera que conocieran mi enorme gratitud. Por razones evidentes, el nombre de algunas personas vivas o desaparecidas ha sido alterado. La historia comienza en enero de 1918, en Estambul, capital del Imperio otomano que, durante siglos, hizo temblar a la cristiandad. Los Estados occidentales, respaldados por su poderío, se disputan los despojos de aquel viejo imperio llamado desde hacía tiempo «el enfermo de Europa». En cuarenta y dos años se sucedieron tres hermanos en el trono: el sultán Murad, destronado y hecho cautivo por su hermano Abd al-Hamid quien, a su vez, fue derrocado por la revolución «Joven Turquía» y reemplazado por Reshat (Muhammad V). Al comenzar esta historia, el sultán Reshat sólo es un monarca constitucional. El verdadero poder se encuentra en manos de un Triunvirato, que ha arrastrado al país a la guerra al lado de Alemania. * Sultana: princesa de sangre real, hija del sultán. Las esposas son llamadas «cadinas». ** Haremlik: harén habitado por una sola esposa y sus servidoras. * Kavedji: encargada del servicio de café. ** Annedjint querida y respetada madre. * Eunucos que, llegados a cierta edad, han adquirido respetabilidad. Hasta el final del Imperio (1924), en toda casa principesca e incluso burguesa, los eunucos aseguraban el servicio entre los apartamentos de las mujeres y el mundo exterior. autoridad dentro de la familia, de la que se ha convertido en jefa incuestionada. Una personalidad inflexible que nació el terrible día -hace cuarenta y dos años-en que comprendió que las pesadas puertas del palacio de Cheragán se habían cerrado tras ella para siempre, una personalidad forjada lenta y obstinadamente. Ella, a quien apodaban Yildirim, el «relámpago», pues lo que más le gustaba era correr por el parque de su palacio de Kurbalider o pasearse en caique por el Bósforo con el rostro azotado por el viento, ella, que sólo soñaba con el espacio y el heroísmo, había sido hecha prisionera a los seis años. Por más que gritó, lloró, se desolló las manos contra las puertas de bronce, éstas habían permanecido cerradas. Entonces cayó gravemente enferma y se temió por su vida. El médico llamado de urgencia había tenido que esperar tres días la autorización de Abd al-Hamid para entrar en Cheragán. El médico le había aplicado sanguijuelas y hecho beber una poción de hierbas amargas. ¿Fueron estos sabios remedios o quizás la plegaria continua de los noventa y nueve atributos de Alá, recitados día y noche con su rosario de ámbar por dos viejas kalfas* lo que la habían salvado? Una semana después, la pequeña cautiva había vuelto en sí. Al abrir los ojos vio inclinado sobre ella el dulce y hermoso rostro de su padre. ¿Pero por qué esa tristeza en la mirada? Entonces recordó... ¡No era una pesadilla! Ovillándose en la cama, había vuelto a sollozar. Entonces el rostro del sultán Murad se había vuelto severo. -Hatidjé sultana, ¿creéis que desde hace seis siglos nuestra familia hubiera podido gobernar un imperio de estas dimensiones si nos hubiéramos puesto a gemir ante la menor dificultad? Sois orgullosa. ¡Que eso os sirva de defensa! Luego, con una sonrisa, como para atenuar el rigor de la reprimenda, había agregado: -Si mi niña no ríe, ¿quién va a alegrar este palacio? Saldremos de aquí, Yildirim mía, no temas. Entonces, te llevaré a hacer un largo viaje. -¡Oh! baba**-había exclamado extasiada, pues nunca una princesa imperial había salido de Turquía ni siquiera de los alrededores de Estambul, -¿iremos a París? El sultán se había echado a reír. -¿Ya te consideras una mujercita? Pues bien, te lo prometo, flor mía, en cuanto salgamos de aquí, te llevaré a París... ¿Lo creía él mismo? Necesitaba la esperanza para seguir viviendo. ¿Viviendo? * Kalfas: damas de honor agregadas al servicio de palacio. ** Baba: papá. La mirada de la sultana se ensombrece, recuerda... Durante aquellos veinticinco años de cautividad, el sultán Murad vivió su muerte cada día. La noche comienza a caer cuando dos faetones entran estruendosamente en el patio interior del palacio, el que da al apartamento de las mujeres. De uno de ellos, con labrados de oro, baja una graciosa silueta vestida con un charchaf de seda malva, la enorme capa que disimula las formas. Del otro sale una persona regordeta, cubierta por un charchaf negro, de los más clásicos. Ambos charchafs se abrazan un momento antes de precipitarse al interior del palacio, precedidos y seguidos por solemnes eunucos. El palacio, con la mayoría de las residencias de príncipes y princesas, es una antigua mansión de madera labrada, precaución necesaria en una ciudad dominada por los terremotos. Blanco y en medio de un parque rebosante de fuentes, de rosas y cipreses, el palacio domina el Bósforo, a esta hora iluminado por el crepúsculo. Sus balcones, sus escaleras, sus galerías y terrazas, adornadas de festones y arabescos, dan a la casa el aspecto de un encaje. Al pie de la escalera de doble tramo que conduce a los salones del primer piso, la gran secretaria de la sultana espera a las visitantes. Con un vestido de raso abotonado hasta el cuello, está tocada con la tradicional cofia de muselina -pues incluso en su casa, una mujer honrada no puede estar con la cabeza descubierta-, y sostiene el gran bastón con empuñadura de oro, signo distintivo de su cargo. Una vez que se ha inclinado delante de las dos sultanas, éstas la levantan besándola; en las grandes casas, las antiguas kalfas están consideradas como miembros de todo derecho de la familia... o casi. Por nada del mundo faltarían al protocolo, ya que son ellas sus más feroces defensoras, aunque, con todo, consideran los miramientos que les prodigan las princesas como un justo tributo a su abnegación. Mientras las sultanas, ayudadas por dos jóvenes esclavas, se quitan sus incómodos ropajes, la vieja kalfa tiembla de júbilo: -Alá sea loado, mis leonas están cada día más deslumbrantes. Con ojos de aprobación, mira minuciosamente a su dulce Fátima, vestida de tafetán color marfil, que realza sus espléndidos ojos negros; y a su chispeante Fehimé, cuya fina cintura emerge de un vestido con cola sembrado de mariposas, procedente de la casa Adler Muller, el mejor modisto de Viena, ya que las maravillas de París no llegan, ay, desde que en agosto de 1914 se tuvo la mala idea de declarar la guerra a Francia. Las dos hermanas se toman del brazo y suben riendo las escaleras. De repente, un pequeño huracán azul se precipita sobre ellas, está a punto de derribarlas y, deteniéndose en seco, cubre sus manos de besos. -Djidim,* ¡me haréis morir!-exclama enternecida Fehimé estrechando a Selma entre sus brazos. Sin embargo, la kalfa refunfuña escandalizada. Un muchachito gordo y pálido sigue al huracán. Algo pomposo, se inclina ante sus tías. Es Hairi, el hermano de Selma. Dos años mayor que ella, no por eso deja de ser su esclavo devoto; aunque reprueba sus audacias, no se atreve a replicarle. En lo alto de la escalera, se ha adelantado Hatidjé sultana. Más alta que sus hermanas, camina deslizándose, sensual y majestuosa. Ella se impone a los más recalcitrantes, y, cuando en la familia se dice «la Sultana» -pese a que las tres son sultanas-, evidentemente es a ella a quien se refieren. Delante de su hermana mayor, Fátima se ha quedado inmovilizada sin intentar disimular su admiración. Molesta, Fehimé que, según los criterios en boga, es la más bonita, se apresura a romper el encanto. -¿Qué sucede, mi querida hermana, para qué nos mandáis buscar con tanta prisa? Tuve que renunciar a una fiesta en casa del embajador de Austria-Hungría, que parecía iba a ser muy divertida. -Sucede que nuestro tío, el sultán Abd al-Hamid, acaba de morir-dice la sultana con un tono tanto más solemne cuanto todavía no ha decidido qué conducta seguir. Fehimé enarca las cejas. -¿Y por qué la muerte de ese... tirano tiene que hacerme renunciar a mi baile? -¡Bravo, tía! ¡Así se habla! La voz estentórea les ha hecho sobresaltarse. Detrás de ellas acaba de entrar un hombre corpulento de alrededor de treinta y cinco años, el príncipe Nihat, hijo mayor del difunto príncipe Salaheddín. Viene acompañado por su joven hermano, el príncipe Fuad, muy apuesto con su uniforme de general, que nunca abandona. El «general príncipe» -como le gusta que lo llamen, pues otorga mayor importancia a su título de general ganado en el campo de batalla que al de príncipe-, ha vuelto hace unos meses del frente oriental donde lo hirieron gravemente. Pasa una alegre convalecencia en Estambul, aprovechándose sin rubor de su reputación de héroe para cortejar a las damas. Tras inclinarse ante las sultanas, los dos hombres las siguen hasta el salón verde en donde jóvenes kalfas han terminado de * Djidim: querida (empleado con los niños). * Desde el siglo XVIII, la corte otomana ha estado modelada por la cultura francesa. ** Esmirna. mulante y soleado; nubes de palomas giran alrededor de las mezquitas y los palacios bañados por el Bósforo. -Estambul, mi esplendorosa Estambul-murmura la sultana con los ojos semicerrados como una enamorada que, tras una larga separación de su amada, no se cansa de contemplarla. A su lado, Selma, boquiabierta, se promete que cuando sea mayor saldrá al menos una vez a la semana, aunque provoque murmuraciones. Por el puente de Galata atraviesan el Cuerno de Oro, estrecho brazo de mar entre ambas riberas de la capital. El bazar se...
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