La dialéctica erística[1] es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón ... more La dialéctica erística[1] es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente -por fas y por nefas- [2]. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi a rmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.) ¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su a rmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero. Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos rmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra a rmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y de nitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo. Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su a rmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa»[3]. Los medios para conseguirlo son, en buena medida, los que a cada uno le proporciona su propia astucia y malignidad; se adiestran en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia dialéctica natural, también tiene su propia lógica innata. Sólo la primera, no le conducirá ni tan lejos ni con tanta seguridad como la segunda. No es fácil que alguien piense o in era contradiciendo las leyes de la lógica; si los juicios falsos son numerosos, muy rara vez lo son las conclusiones falsas. Una persona no muestra corrientemente carencia de lógica natural; en cambio, sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en esto se asemeja a la capacidad de juzgar. La razón, por cierto, se reparte de manera más homogénea). Precisamente, dejarse confundir, dejarse refutar por una argumentación engañosa en aquello que se tiene razón o lo contrario, es algo que ocurre con frecuencia. Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo NORMAS DE MODERACIÓN DE COMENTARIOS
La dialéctica erística[1] es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón ... more La dialéctica erística[1] es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente -por fas y por nefas- [2]. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi a rmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.) ¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. Tras esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su a rmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero. Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos rmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra a rmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y de nitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo. Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su a rmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa»[3]. Los medios para conseguirlo son, en buena medida, los que a cada uno le proporciona su propia astucia y malignidad; se adiestran en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia dialéctica natural, también tiene su propia lógica innata. Sólo la primera, no le conducirá ni tan lejos ni con tanta seguridad como la segunda. No es fácil que alguien piense o in era contradiciendo las leyes de la lógica; si los juicios falsos son numerosos, muy rara vez lo son las conclusiones falsas. Una persona no muestra corrientemente carencia de lógica natural; en cambio, sí falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en esto se asemeja a la capacidad de juzgar. La razón, por cierto, se reparte de manera más homogénea). Precisamente, dejarse confundir, dejarse refutar por una argumentación engañosa en aquello que se tiene razón o lo contrario, es algo que ocurre con frecuencia. Quien queda como vencedor de una discusión tiene que agradecérselo por lo NORMAS DE MODERACIÓN DE COMENTARIOS
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