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Vicente Blasco Ibanez - La Condenada

Este documento resume la historia de Rafael, un hombre condenado a muerte que pasa catorce meses en prisión esperando su ejecución. Rafael recuerda su pasado violento y su reputación temible en su pueblo natal. Sin embargo, el prolongado encierro está deteriorando su mente y su valentía, y ahora teme morir. Su esposa e hija recién nacida lo visitan en prisión mientras él desesperadamente espera un indulto que le perdone la vida.

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Vicente Blasco Ibanez - La Condenada

Este documento resume la historia de Rafael, un hombre condenado a muerte que pasa catorce meses en prisión esperando su ejecución. Rafael recuerda su pasado violento y su reputación temible en su pueblo natal. Sin embargo, el prolongado encierro está deteriorando su mente y su valentía, y ahora teme morir. Su esposa e hija recién nacida lo visitan en prisión mientras él desesperadamente espera un indulto que le perdone la vida.

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La Condenada
Vicente Blasco Ibáñez

[Link]
Libros gratis - biblioteca digital abierta

2
Texto núm. 16

Título: La Condenada
Autor: Vicente Blasco Ibáñez
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 20 de abril de 2016
Fecha de modificación: 22 de octubre de 2020

Edita [Link]

Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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3
La Condenada
Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso,


cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto
ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del
suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella
cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo,
había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez


los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado
en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de
argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros
mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello,
terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los
días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate,
se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba
tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban
al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de
partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si
en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido
domesticándola.

No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo


recordaba Rafael! un gorrión se asomó a la reja, cual chiquillo travieso. El
bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que
le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco,
estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos pañuelos
anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los riñones. Debió
asustarle aquella cara angulosa y pálida, con una blancura de papel
mascado; le causó miedo la extraña vestidura de pielroja y huyó,

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sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de sepultura y lana
podrida que exhalaba la reja.

El único rumor de vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban


por el patio. Aquéllos al menos veían cielo libre sobre sus cabezas, no
tragaban el aire a través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les
faltaba con quien hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus
gradaciones. El eterno descontento humano era adivinado por Rafael.
Envidiaba él a los del patio, considerando su situación como una de las
más apetecibles; los presos envidiaban a los de fuera, a los que gozaban
libertad, y los que a aquellas horas transitaban por las calles tal vez no se
considerasen contentos con su suerte, ambicionando ¡quién sabe cuántas
cosas!... ¡Tan buena que es la libertad!... Merecían estar presos.

Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse


perforando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia
pesaba sobre él incesante y abrumadora. Si cantaba, le imponían silencio.
Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le
enseñó su madre, y que sólo recordaba a trozos, y le hicieron callar. ¿Es
que intentaba fingirse loco? ¡A ver, mucho silencio! Le querían guardar
entero, sano de cuerpo y espíritu, para que el verdugo no operase en
carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho


escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches,
cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, a la que en
catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la
estrafalaria idea de que, durante el sueño, sus enemigos, aquellos que
querían matarle y a los que no conocía, le habían vuelto el estómago del
revés. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.

De día, pensaba siempre en su pasado, pero con memoria tan extraviada,


que creía repasar la historia de otro.

Recordaba su regreso al pueblecillo natal, después de su primera


campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la
concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo:
¡Qué bruto es Rafael! La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer,
más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le
halagaban dándole escopeta de guardia rural, espoleando su brutalidad
para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el

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término; tenía a los otros, los del bando caído, en un puño, hasta que,
cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar
también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.

¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a


aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable,
vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarle con la culata
para que no chillase ni patalease más.

En fin... ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró


antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se
vengaban de los miedos que habían pasado declarando contra él; la
terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que
llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se hacía esperar, sin duda
venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco


Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas,
relatadas en romances, había escuchado siempre con entusiasmo, y se
reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.

Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle,
haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño y al
mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos.
Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había
conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía
media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos
que en la cárcel llamaban café.

Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para terminar pronto no


quedaba más que la envoltura. El nuevo, formado dentro de aquella
sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses y
forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a
pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas


partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en
el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella
celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un
pitillo. ¡Malo, malo!

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Las preguntas no podían ser más inquietantes. ¿Que si era buen
cristiano? Sí, padre. Respetaba a los curas, nunca les había faltado en
tanto así; y de la familia no habría qué decir; todos los suyos habían ido al
monte a defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del
pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del
pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.

Después el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había
visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba
al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero aunque halagado por tal
semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de


Madrid había terminado. Llegaba la muerte; pero a gran velocidad, por el
telégrafo.

Al decirle un empleado que su mujer con la niña que había nacido estando
él preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla
dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.

Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia a esta última


esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué
no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle
la vida; era asunto de echar una firmica.

Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber le


visitaban, abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y
suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

—¿Qué les parece? ¿echará la firmica?

Al día siguiente le llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res


brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y
aguardando el momento de salida para verle, se pasaba las horas a la
puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y
cejas unidas, que al mover la hueca faldamenta de zagalejos superpuestos
esparcía un punzante olor de establo.

Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más


estupefacción que dolor, y únicamente al fijarse en la criatura agarrada a
su enorme pecho derramaba algunas lágrimas.

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¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! Ya sabía ella que aquel hombre
terminaría así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba consolarla. Resignación: aún podía


encontrar, después de viuda, un hombre que la hiciese más feliz. Esto
parecía enardecerla, y hasta llegó a hablar de su primer novio, un buen
chico, que se retiró por miedo a Rafael, y que ahora se acercaba a ella en
el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.

—No; hombres no faltan—decía tranquilamente con un conato de


sonrisa—. Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hombre, quiero que sea
como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta,


volvió a la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. Sí que había firmica. Aquella señora que


Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos
que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y
súplicas, prolongaba la vida del sentenciado.

El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada


uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.

—Alégrate, mujer—decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado—.


Ya no matan a tu marido: no serás viuda.

La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se


desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.

—Bueno—dijo al fin tranquilamente—. ¿Y cuándo saldrá?

—¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar
la vida. Irá a África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva
veinte años.

Por primera vez lloró la mujer con toda su alma; pero su llanto no era de
tristeza, era de desesperación, de rabia.

—Vamos, mujer—decía el cura irritado—. Eso es tentar a Dios. Le han


salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún

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te quejas?

Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

—Bueno: que no lo maten... Me alegro. Él se salva, pero yo, ¿qué?...

Y tras larga pausa, añadió entre gemidos que estremecían su carne


morena, ardorosa y de brutal perfume:

—Aquí la condenada soy yo.

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Vicente Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez (Valencia, 29 de enero de 1867 – Menton, Francia,


28 de enero de 1928) fue un escritor, periodista y político español.

Dividió su vida entre la política, el periodismo, la literatura y el amor a las


mujeres, de las que era un admirador profundo, tanto de la belleza física
como de las características psicológicas de éstas. Se definía como un
hombre de acción, antes de como un literato. Escribía con inusitada
rapidez. Era entusiasta de Miguel de Cervantes y de la historia y la

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literatura españolas.

Amaba la música tanto o más que la literatura. Wagner le apasionaba, su


apoteósica música exaltaba su viva imaginación y soñaba con los dioses
nórdicos y los héroes mitológicos como Sigfrido, nombre que más tarde
pondría a uno de sus cuatro hijos. En su obra Entre naranjos, nos deleita
con el simbolismo de las óperas del célebre compositor. En una reunión
típica de la época, en que los jóvenes se reunían para hablar de música y
literatura y recitaban poesías, conoce a la que sería su esposa y madre de
sus hijos, María Blasco del Cacho.

Aunque hablaba valenciano, escribió casi por completo sus obras en


castellano con solo nimios toques de valenciano en ellas, aunque también
escribió algún relato corto en valenciano para el almanaque de la sociedad
Lo Rat Penat.

Aunque por algunos críticos se le ha incluido entre los escritores de la


Generación del 98, la verdad es que sus coetáneos no lo admitieron entre
ellos. Vicente Blasco Ibáñez fue un hombre afortunado en todos los
órdenes de la vida y además se enriqueció con la literatura, cosa que
ninguno de ellos había logrado. Además, su personalidad arrolladora,
impetuosa, vital, le atrajo la antipatía de algunos. Sin embargo, pese a ello,
el propio Azorín, uno de sus detractores, ha escrito páginas extraordinarias
en las que manifiesta su admiración por el escritor valenciano. Por sus
descripciones de la huerta de Valencia y de su esplendoroso mar,
destacables en sus obras ambientadas en la Comunidad Valenciana, su
tierra natal, semejantes en luminosidad y vigor a los trazos de los pinceles
de su gran amigo, el ilustre pintor valenciano Joaquín Sorolla.

Blasco cultivó varios géneros dentro de la narrativa. Así, obras como Arroz
y tartana (1894), Cañas y barro (1902) o La barraca (1898), entre otras, se
pueden considerar novelas regionales, de ambiente valenciano. Al mismo
tiempo, destacan sus libros de carácter histórico, entre los cuales se
encuentran: Mare Nostrum, El caballero de la Virgen, Los cuatro jinetes del
Apocalipsis (1916), El Papa del Mar, A los pies de Venus o de carácter
autobiográfico como La maja desnuda, La voluntad de vivir e incluso Los
Argonautas, en la que mezcla algo de su propia biografía con la historia de
la colonización española de América. Añádase La catedral, detallado
fresco de los entresijos eclesiásticos de la catedral de Toledo.

La obra de Vicente Blasco Ibáñez, en la mayoría de las historias de la

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literatura española hechas en España, se califica por sus características
generales como perteneciente al naturalismo literario. También se pueden
observar, en su primera fase, algunos elementos costumbristas y
regionalistas.

Sin embargo, se pueden agrupar sus obras literarias según su gran


variedad temática frecuentemente ignorada en su propio país, puesto que
además de las novelas denominadas de ambiente valenciano (Arroz y
tartana, Flor de Mayo, La barraca, Entre naranjos, Cañas y barro, Sónnica
la cortesana, Cuentos valencianos, La condenada), hay novelas sociales
(La catedral, El intruso, La bodega, La horda), psicológicas (La maja
desnuda, Sangre y arena, Los muertos mandan), novelas de temas
americanos (Los argonautas, La tierra de todos), novelas sobre la guerra,
la Primera Guerra Mundial (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Mare
nostrum, Los enemigos de la mujer), novelas de exaltación histórica
española (El Papa del mar, A los pies de Venus, En busca del Gran Kan,
El caballero de la Virgen), novelas de aventuras (El paraíso de las
mujeres, La reina Calafia, El fantasma de las alas de oro), libros de viajes
(La vuelta al mundo de un novelista, En el país del arte, Oriente, la
Argentina y sus grandezas) y novelas cortas (El préstamo de la difunta,
Novelas de la Costa Azul, Novelas de amor y de muerte, El adiós de
Schubert) entre sus muchas obras.

(Información extraída de la Wikipedia)

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